viernes, 13 de marzo de 2015

TU OPINIÓN IMPORTA


Hace dos días, camino a mi casa y divorciado de mi música por haber olvidado mí ipod shuffle, puse la radio en mi celular y, jugando con el aparato, llegué a la estación de Radio Capital, esa radio que tiene como cliché promocional: TU OPINIÓN IMPORTA.

Pensé que el tema de debate sería el reciente rechazo del Congreso de la República a la Unión Civil. Pero no, no era el tema que se concentraba en los estudios de la radio. El tema era otro, uno también polémico. Lo explico en pocas palabras:

La Corte Interamericana de Derechos Humanos ─CIDH─ ha condenado al Estado peruano al pago de $ 105, 000.00 Dólares a favor de la señora Gladys Espinoza Gonzáles, por concepto de inmenizatorio, toda vez que dicha mujer fue ultrajada sexualmente por efectivos policiales cuando fue aprendida.

Según se aprecia, esta noticia más allá de ser cuestionada, se vería como una buena noticia. Pero el problema radica en que dicha señora se encuentra purgando pena por haber formado parte del grupo terrorista MRTA. Así es, la señora, a la que ahora el Estado peruano debe indemnizar, es una terrorista que en la década de los ochenta y noventa torturó y mató a gente inocente.

La cosa cambia. O al menos eso parece. ¿No?


Los dos periodistas de Radio Capital, Mariella Patriau y Jesús Veliz, eran los dueños del tiempo y recibían llamadas del público oyente quienes argumentaban contra la decisión de indemnizar a Espinoza Gonzáles. Así pues, varios seguidores de la radio comentaban que el Perú debía retirarse de la CIDH ya que no aportaba nada bueno y que al contrario, el billete para pagar a la terruca saldría de  nuestros bolsillos. Y en efecto el fulano ese tenía razón, en parte. Pues el billetón gringo que recibirá la reclusa, saldrá de las arcas públicas, es decir, de los impuestos de todos los peruanos. Así, llamaron varios para criticar la decisión de CIDH. Es más, los mismos conductores, según ellos, diestros periodistas, se mostraban ácidos contra lo resuelto por la jurisdicción supranacional. Al grado de que Mariella Patriau señaló que era una vergüenza que el Estado deba indemnizar a una terrorista que causó tanto daño al Perú. ‘Se hacen ricos. Entonces yo también me volveré terrorista’, manifestó la articulista.

 

Es ahí cuando mi paciencia se acabó al escuchar tanta estupidez junta. Desgraciadamente no tenía modo alguno de poder comunicarme con ellos, de formar parte de los radioyentes y poder dar mi opinión, pues, según su eslogan, importa.

 

Hay un dicho muy cierto: ´la ignorancia es atrevida´.

 

Y lo es.

 

Los dos ‘profesionales’ radioconductores desde el comienzo estaban errados. Pues comenzaban sus preguntar a los oyentes con: ¿Qué opina de que la CIDH ha ordenado indemnizar a la terrorista con la suma de ciento cinco dólares?


Así expuesto, hasta yo me hubiese indignado. Pero lo que los ‘profesionales’ no sabían, o se hacían los burros, al igual que muchos radioescuchas, es que una cosa no tiene que ver con la otra.
Por qué el titular de la noticia era:

«CIDH ordenó al Estado peruano pagar la suma de $105 mil dólares americanos a favor de mujer que fue violada por policías».

¡Ah!, la cosa cambia totalmente.

Estos burros debían entender que la CIDH no está obligando al Estado peruano a pagar dicha suma por LO MAL QUE ELLA HIZO cuando formaba parte del MRTA, sino que era indemnizada por LO MAL QUE LE HICIERON cuando fue arrestada. Que son cosas distintas.

En efecto, y según se dice la reclusa, hoy indemnizada, cuando la arrestaron fue sometida a los caprichos sexuales de los oficiales que la custodiaban. No sólo eso, sino que además fue torturada. Cuando la llevaron ante el Juez penal, un tal César San Martín, quien hace poco sentenció al ex presidente Fujimori, le explicó lo sucedido; que habían sido víctima de estupro. Pero lejos de acoger la denuncia, el ex presidente de la Corte Suprema de Justicia la República, minimizó el hecho y la sentenció a 25 años de cárcel, y a una indemnización a favor de los deudos del terrorismo, ascendiente a 35 mil soles. Que, comparados con lo que ahora el Estado peruano debe pagar a la reclusa, es una cachetada y un golpe bajo a las víctimas del terrorismo.

Hay dos puntos centrales:

  1.-Si el Poder Judicial hubiese investigado, se hubiese preocupado por la grave acusación de la terrorista, hoy día no estuviéramos obligados a pagarle tal suma de dinero. Pero como a la que violaron y torturaron era una terrorista, qué rayos. Seguro pensaron eso los del Poder Judicial.

   2.-Que el hecho de que la mujer haya sido una terrorista, no nos da el derecho, a nadie, por muy autoridad que sea, de violar sexualmente a una mujer, y menos hacerla torturar. La mujer hizo mucho daño al Perú, cierto. Pero nos guste o no, nos duela o no, es una persona humana, y, como tal, se encuentra protegida por todos los derechos inherentes a su condición humana. Y eso nadie lo puede negar.

No hace falta ser abogado o una mente brillante para saberlo. Pero parece ser que los ‘intelectuales’ de los conductores no lo sabían, o, contaminados por la indignidad, se hacían los ignorantes. Lo que los convierte en unos atrevidos.

    

Lima, 13 de marzo de 2015

lunes, 9 de marzo de 2015

¡MAMITA RIIICA!






En el Perú se ha aprobado una nueva Ley, una ley que pretende sancionar a harto mañosón y mañosa que andan por la vía pública acosando sexualmente a los demás.


En unos de los periódicos ‘serios’ limeños, en su portada, sale una conocida modelo en ropa deliciosamente apretada, luciendo sus generosas curvas a vista y paciencia de los caballeros que andan en el transporte público.


La ley tiene la buena intención de frenar la violencia verbal, esos piropos majaderos llenos de contenido arrechón, que los hombres, en su mayoría, aúllan cuando ven pasar un par de buenas tetas y muslos apetecibles. Pero eso es trampa.


Pongamos las cosas en orden. Bien es cierto que ninguna mujer debe ser objeto de un acoso sexual por más ‘sexy’ que la dama sea. Pero en nuestro país, donde la cultura popular es la dominante, pedirle a un hombre acostumbrado a ver a la mujer como un pedazo de carne, es como pedirle a un fumador empedernido que deje de fumar de buenas a primeras. No lo va hacer. Así de simple.


De otro lado, hay que ser honestos con las provocaciones. Hoy en día hay mocosas de doce y trece años se visten con shortcitos jeans sugerentes. Ni hablar de las mujeres un poco más maduras; ellas son más atrevidas y se muestran por la vida casi como Dios las trajo al mundo. Se dan ese lujo, claro, porque vinieron a la tierra con un cuerpo agradecido; la misma ‘suerte’ no corren las mujeres que anda con varios tamales en su haber.


Soy un hombre educado, o eso creo, pese a ello, trato de doblegar mi voluntad cuando veo a una mujer con buenas piernas caminando por la calle con un cartel que dice: ¡MÍRAME! Aun así, me controlo, soy discreto, o eso pretendo. No sale de mí, al menos ahora no, cosas majaderas que pudieran hacer sentir mal a la modelo de turno. Pero no puedo decir lo mismo de mis congéneres. He sido testigo, casi a diario, de cómo los hombres devoran con la mirada a las mujeres que se les cruzan en su camino. Yo mismo me digo: ‘¡Qué tal degenerado!’ Pero al ver a la chica por la que babean, la cosa cambia. Y no es que justifique el actuar instintivo del hombre, pero tampoco hay derecho de andar que paños diminutos sin esperar provocar ese fulgor calenturiento que todo Adán lleva consigo. 


Es como mantener hambriento a tu cachorro por varios días y decirle que no se coma el jamón que dejaste suelto.


Claro, las damas dirán: “Por qué debo vestirme de otra manera que no sea tentadora para los hombres”. Y es cierto, por qué ellas deben pagar los platos rotos por unos aguantados que no saben comportarse. La respuesta me duele. Y es: porque estamos en el Perú.


No somos Inglaterra ni Holanda y menos Italia, donde los hombres tiene más educación, no cultura, pero sí mucha más educación. Sin ir muy lejos, tampoco somos Brasil, donde las playas nudistas abundan o, en el mejor de los casos, las mujeres pueden ir en toples a las playas sin ser asediadas por las miradas lascivas de los lugareños. De hecho, y se me va la vida en ello, de que si algún impertinente las mira acaloradamente o les suelta algún piropo malcriado, no es ningún brasileño. Lo más probable es que sea un peruano, mexicano o boliviano que anda de vacaciones por las playas cariocas, y las mira cómo se mira a un postre delicioso mientras un bulto no desconocido comienza a desadormecerse entre las piernas.

La solución es momentánea. Cualquier persona, mujer en su mayoría, estará respaldada por una Ley que pretende cuidarlas de los libertinos impertinentes. Pero esa no es la solución. Todo comienza por casa. Tanto la forma de vestir, como la forma de engalanar a una mujer, por muy sexy que sea.    


Lima, 09 de marzo de 2015. 

miércoles, 13 de agosto de 2014

LOS XV DE MI HERMANA





 

Mi hermana había cumplido quince primaveras y, como toda chica crecida y criada en México, quería su fiesta de XV años. Y la tuvo. El «Circo Hermanos Vázquez» se encontraba de gira por Estados Unidos de Norteamérica, y nosotros acompañábamos la gira junto con otros tantos artistas más. Se contrató a una empresa que se encargó de todo respecto a la decoración, filmación, fotos, tragos, bocados, música, y todo detalle por mínimo que pareciera. A mi hermana se le confeccionó un vestido hermoso, blanco, con un escote moderado y muy ceñido de la cintura. Una verdadera muñequita de torta. Mis amigos, los más cercanos, y más acorde a mi edad —que por aquel entonces tenía 17 años— sirvieron de Chambelanes. Yo, por ser el hermano mayor, fui elegido como el ‘Chambelán Principal’, ese que va vestido de color distinto a los demás para marcar diferencia. Se contrató, además, a un coreógrafo para que preparara dos bailes: el Vals, y un baile moderno. «Salome», de Chayanne, fue la canción escogida. Al término de las funciones que el circo ofrecía a los parroquianos, nos quedábamos dos o tres horas ensayando los pasos de baile. Yo estaba feliz y emocionado, pues era la tercera vez que fungía de chambelán, sin embargo, las dos primeras nunca cumplí con el cometido. La primera vez que me eligieron chambelán fue para los XV de una prima lejana, pero sólo fui elegido, nunca participé como tal ni ensayé bailes ni nada de nada, ¿Por qué?, bueno, mi prima lejana cumplía sus quince y yo tenía doce, era enano, rollizo y torpe con los pies. Obvio, la festejada no quería ver opacada su fiesta al tener a un ‘hobbit’ como catrín. La segunda vez que fui elegido chambelán fue para los XV de mi prima hermana, asistí a la mayoría de los ensayos, pero ella y sus demás chambelanes vivían en otro circo, y en el que estábamos nosotros mudó a otra ciudad, y me fue imposible de seguir con los ensayos. Pero ahora no había excusas ni peros que valgan, eran los XV de mi hermana y yo sería el noble chambelán.

Todos los chambelanes fuimos a una tienda especializada al norte de Los Ángeles, en California. Nos tomaron las medidas de los sacos, de los pantalones y de todo aquello que tenía que tomarse medida para estar regios en la presentación. Faltando dos semanas para el gran día cuando sufrí un percance en la rodilla izquierda; casi no podía moverme y menos, obvio, bailar. No me quedó más remedio que decirle adiós a mi tercera (y a la fecha última) convocatoria de ser elegido chambelán. Mientras yo lamentaba semejante chasco, mi hermana estaba feliz ya que mi amigo, un argentino él, alto, delgado y pintón, tomó mi lugar. Así que como verán, con mis treinta y uno acuestas, y siendo tres veces elegido chambelán, la vida se ha encaprichado conmigo y me ha negado tal experiencia. El gran día llegó; mesas adornadas con tonos blancos y rosas, globos multicolores gravados con el nombre de mi hermana y sus quince abriles adornaban el evento. Ornamentos florales ocupaban el centro de las mesas. Los invitados, todos, vestidos con traje y corbata; las damas, guapas todas, presumían con picardía sus vestidos de cola larga. El cura, un viejo alto de cara marchita y medio doblado había llegado antes de lo pedido, así que como quien no quiere la cosa, esperó su turno al lado de la botella de vino. Para cuando le tocó dar el sermón y el brindes de honor, el presbítero se haya con sus aguas encima, así que su discurso, además de extenso y aburrido, fue inteligible gracias a lo suelta que tenía la lengua de tanto chupar: las palabras le salían raudamente, como grifo malogrado.

El ritual típico de los XV se realizó. Mi padre presentó en ‘sociedad’ a mi hermana. Su madrina de corona se acercó a ella y, en un acto de sumisión, la coronó como princesa. Mi padre, luego de las palabras de agradecimiento, se inclinó a los pies de su hija, tomó su talón e hizo el cambio de zapato. Desde ese momento y para siempre, y según las férreas costumbres mexicanas, mi hermana había pasado de niña a mujer. Mi madre, mis tías y casi toda el público femenino estaban al borde del llanto. Acto seguido papá bailó el vals con mi hermana, quien hipeaba de alegría. Luego de unos cuantos segundos se acercó el chambelán principal hacía papá, le tocó el hombro y pidió bailar con mi hermana. Es una forma educada de decirle al progenitor de la festejada: «Órale, a chingar a su madre…» Luego mi hermana bailó con todos sus chambelanes respetando religiosamente los pasos impartidos por el maestro coreógrafo. Yo, sentado, en una esquina, era fiel testigo de la algarabía que se haya en el centro de la pista. Me alegré por mi hermana, claro, pero también me haya molesto con la vida y las circunstancias. Maldecí el momento en que me lastimé la rodilla izquierda. Y es que era mi momento, la ocasión perfecta para demostrarle a la comunidad circense que había dejado de ser torpe con los pies y que tranquilamente podía ganarme la vida como bailarín exótico. Bueno, no tanto. Pero por lo menos podía dejar en claro que no era un imbécil incapaz de moverme al ritmo de música. Pensé que para mí sería una noche más en la que me tocaría ver cómo los demás se divertían, y yo, como casi siempre, solamente como espectador. Pero no fue así. La noche, a cambio de mi imposibilidad de bailar, me compensó con algo que no había previsto y menos planeado. Algo que jamás de los jamases se me hubiese imagino. Dice el dicho que cuando una ventana se cierra una puerta se abre. Y eso es lo que pasó.

La fiesta de los XV de mi hermana transcurrió como toda fiesta de quince transcurre, entre bailes y tragos. Una vez que todos los chambelanes hubieron valseado con mi hermana fue el turno para los invitados. Uno por uno, sin importar edad, tamaño y belleza, esto último lo más carente, formaron cola para danzar con la festejada; algunos ya entrados en alcohol pisaban los pies de la quinceañera, pero mi hermana, cual princesa diurna, supo salir airosa ante los dolorosos pisotones, siempre mostrando una sonrisa complaciente, pérfida, sin alma, pero eficaz. Al otro lado de la esquina yo, rezagado, abandonado, distanciado, viendo a mis amigos e invitados disfrutar de la pachanga. La fiesta duró alrededor de cinco horas. Ya en la agonía del festejo pequeños grupitos comenzaron a formarse, los mozos o meseros iniciaron la recolecta de los enseres que se habían contratado. De fondo, casi imperceptible e innecesario, arrullaba una canción trágica de algún grupo norteño. Mi madre con mi hermano menor, o el que era el menor ese momento, se fueron a dormir, papá se quedó con lo que quedaba de invitados, la mayoría de ellos amigos y compañeros del propio circo. Mi hermana estaba con sus amigas y con su séquito de chambelanes. Papá, viendo que no me había integrado a ningún grupito social, me ordenó vigilar que los meseros tuvieran cuidado con el embalaje de los adornos y enseres. Fue entonces cuando sucedió. Una silueta delgada, vestida de negra y curvas generosas se acercó a mí. No hacía falta adivinar quién era, lo sabía. Era una amiga de la familia, esposa de un caballero que por años se desempeñó como artista de circo pero que ahora, lejos de la pista, formaba parte de la administración del circo Vásquez. Me llamó por mi nombre. Me pidió amablemente que la ayudara a llevar a su retoño a su casa rodante, o como lo llamamos nosotros los cirqueros, al ‘Tráiler’. «Es que mi esposo está algo tomado», fue su excusa. Y no dijo ‘mi esposo’, sino el nombre de éste, pero el nombre del susodicho es lo de menos en esta historia. Alcé la mirada y vi que el cónyuge de melena larga y negra se hallaba en el mismo círculo que en el de papá. Era sabido por todo el circo que el esposo de la solicitante no era ebrio, pero que gustaba del trago de vez en cuando. Le dije que con mucho gusto la ayudaría. Fuimos hasta donde reposaba su rubicundo hijo; estaba postrado en una improvisada cama hecha por dos sillas, y como frazada tenía el saco de su madre. Lo cargué y lo acomodé sobre mi regazo, y, sin más ni más, seguí los pasos la apetecible mujer.

Ella no era de circo, de hecho no tenía linaje circense. La menuda mujer fue una vez al circo, vio trabajar al que hoy es su esposo, lo vio mostrando sus habilidades en la pista y de inmediato quedó flechada. Lo buscó al término del show e inició una conversación con él. Se hicieron novios, luego esposos y, como toda fémina que se enamora de un cirquero, se unió al extraordinario mundo del circo siguiendo a su marido abandonando sus estudios universitarios. Poco a poco fue integrándose a los actos del show. Primero salió a la pista a adornar, sirviendo de edecán a su esposo mientras este presumía su acto al público asistente; entonces  ella, quebrado su caprichosa figura y exagerando una sonrisa llena de dientes, alcanzaba los instrumentos que su esposo utilizaba. Luego, gracias a las virtudes corporales con que Dios la dotó, fue llamada para formar parte del ‘staff’ de bailarinas del «Circo Hermanos Vázquez» que, en honor a la verdad, no era tan exigente como lo es hoy. Luego de trece años de casada y once como bailarina, se hallaba de guía conmigo, llevándome hacía su carromato como animal de carga soportando a su primogénito sobre mi pecho en una noche fría y oscura como los ojos de un lobo luego de que la celebración de los XV años de mi hermana hubo terminado.

Entramos a su modesto remolque. Dentro, todo era lóbrego y álgido. Mis ojos no alcanzaban a ver más allá de mis brazos, los cuales comenzaban a sentir cansancio de soportar trece kilos dormidos. La bailarina me tomó del codo y, en una perfecta memoria de quien conoce su casa como la palma de su mano, me llevó hasta la cama del menor. Me dijo que lo acostara, y así lo hice. De a pocos mis ojos se fueron acostumbrando a la negrura que reinaba en la casa rodante. Sentí los tacos de la mujer alejándose de mí. Sin pedírmelo, y por sentido común, cogí una frazada y se la puse al niño, quien sólo atinó a acurrucarse entre sus brazos, buscando calor entre sí. A mi espalda se encendió una luz, venía de la sala del tráiler. Fui hasta allá tratando de hacer el menor ruido posible. Al llegar a la sala no vi a la edecán por ningún lado. Entonces, sintiendo que ya había cumplido con mi deber, dije en voz queda, pero lo suficientemente fuerte para ser escuchado, que me marchaba. Abrí la puerta del refugio artístico y cuando estaba por pisar el primer escalón una voz suave, casi melodiosa, me decía que esperara, que no me vaya. Volteé pero no vi a nadie. Era obvio que la advertencia venía de la menuda mujer, de quién más sino. Me quedé parado, esperando, con un frío y algo incómodo. Nunca me ha gustado estar en casa ajena, y menos si estoy sólo con la esposa de alguien. Una luz en la que no había reparado se deslizaba por el espacio delgado que separaba la puerta del baño con el piso del tráiler. Una sombra bailaba de aquí para allá. La luz se apagó al tiempo que la puerta de servicio se abría pausadamente. Una figura femenina apareció ante mis ojos. Era la misma persona que me había pedido el favor de cargar a su hijo hasta su remolque, pero en esta ocasión, la dama de cintura delgada y pechos medianos se hallaba completamente desnuda.

Yo estaba helado; no sabía qué hacer ni qué decir. Ni siquiera me atrevía a bajar la mirada para echar un vistazo a sus encantos, pues un pudor súbito me lo impedía. Estuvo de pie por unos segundos, luego se acercó a mí con tímidos pasos de gata. Al andar derrochaba sensualidad; sus modestas pero atractivas caderas se bamboleaban con cada paso, se hamacaban de un lado al otro, danzando como danza el agua cuando es agitada. Su mirada era desafiante, me fusilaba, me atravesaba con lisura desbordante. Sentía un ardor creciente en mi estómago, pese a ello, seguía inmóvil. «Me tienes miedo», dijo en tono burlón. ¿Tenía miedo? Sí, tal vez, pero no de ella, aunque no voy a negar que sorprendía el cuadro que tenía frente a mis ojos, tenía miedo de que en cualquier momento su marido irrumpiera por la puerta, viera a su mujer en traje de eva y a mí apreciando el desabrigo de su esposa. ¿Cómo explicarlo? Ni modo que fuera un liberal espontaneo, una de esas personas que disfrutan y gozan ver a su mujer en manos de otro, haciendo lo que por ley y costumbre le toca al marido. No, no lo era. O al menos yo lo ignoraba.

Su mirada llena de impudicias no dejaba de retarme. Como leona en acción, me tenía al asecho. A fuera, el ambiente era reinado por una noche estremecedoramente fría. Podía escuchar los pasos de los invitados regresando a sus aposentos rodantes que colindaban con el habitáculo en el que me hallaba. O quizá no había nadie regresando de la pachanga quinceañera, tal vez todo era producto de una mente intranquila y nerviosa. Quizá no era para tanto, total, lo único que había pasado es que la esposa de un amigo de la familia se había desnudado ante mí y me miraba como si yo fuera un trozo de carne recién azada. «Tranquilo», me dijo, y, adivinando mis temores, agregó, «Mi esposo demorará en regresar. Lo conozco. Cuando agarra trago no hay quien lo pare». Se acercó totalmente a mí, sentí cómo sus pechos se unían a traje de catrín que llevaba puesto. Los dedos de mis manos comenzaron acariciarse entre sí queriendo calentarse en un acto de gentileza ante el cuerpo falto de ropa que la noche, a cambio de no ser chambelán de mi hermana, me estaba obsequiando. No puedo negar, pues sería hipócrita de mi parte, que deseaba tocarla, zambullirme en esa piel blanca con pecas perfectamente alineadas, tomarla entre mis brazos y, por fin, estrenarme como hombre. Digo, tenía diecisiete años, ¡Por todos los cielos! Qué joven a mi edad, o a esa edad, no mantuvo en sus más retorcidos y húmedos anhelos poder estar con una mujer mayor; yo sí, y ese era el momento. Pero no era tan fácil como despojarse de la ropa y entrar en acción, no, no lo era.

Sus delgados dedos recorrían senderos nunca antes explorados; en mi pecho sentía el latido de mi corazón como caballo en pleno galope, el recurrido de mi sangre incremente con mayor candor a cada tacto que ella me brindaba. Me sentía como lava ardiente, «Sé que me deseas», susurró. Y acariciando mi oído con sus labios colorados me dijo «Te he visto, te veo todos los días cómo te me quedas mirando cuando salgo a la pista». La declaración me dejó boquiabierto. Sin estarlo, me sentí desnudo. Habían descubierto mi pequeño secreto, secreto que era conocido por mis más allegados amigos. Cierto era que cuando las chicas del «ballet Hermanos Vázquez» se lucían en la pista del circo mostrando con limitada destreza las coreografías repetitivas, ahí, fiel, leal, incondicional, admirador eterno, como gárgola empedernida, estaba yo. Pero no era a la mujer desnuda que se hallaba frente a mí a quien apreciaba, no, era a otra, una cuya belleza sinigual me cautivó desde el primer momento en que la vi, una mujer cuyo esplendor y hermosura lánguida no obedecía, en lo absoluto, a su tosco nombre. Pero era casada, tenía en su haber dos hijos y, por si fuera poco, era esposa de otro amigo de la familia.

Su cuerpo pequeño, quebradizo pero basto, estaba mi merced. Era como un regalo de navidad adelantado, lo único que tenía que hacer era disfrutarlo. Aun así, un ligero sentimiento de culpabilidad infantil me hincaba el cerebro. Cómo jugarle mal a un amigo de la familia, a una persona que me cargó en sus brazos cuando aún me alimentaba de la teta de mi madre, alguien que incluso, según me cuentan, conoció a mis padres muchos antes de que yo naciera, o como él, con su dejo porteño y elegante, decía: «Eh, te conozco desde antes que estuvieras en el huevo de tu papá» Sin embargo una cosa era cierta, yo no había nacido para ser Santo, ni para ser un beato encerrado en cuatro paredes, y un bulto prominente, duro, recio, que se asomaba por mi pantalón, así me lo confirmaba. Ella rompió el protocolo usual, tomó la iniciativa y se apoderó de mis labios. Los besaba ferozmente delicioso, jugueteaba y piñizcaba como lo hace un cachorrito que recién aprende a masticar. Al inicio no respondía sus besos, pero tampoco quería que pensara que era un pobre imbécil que, además de mocoso, era inculto en cuanto a los placeres sexuales. Así que yo, hombre al fin y al cabo, nacido bajo el sello natural del pecado carnal, me entregué sin limitaciones a los deseos pecaminosos que la dama exigía.    

Nuestros cuerpos atrincherados, entregados en un encuentro bélico, forcejeaban sin tregua, sin piedad. Ella, con la pericia de años aprendidos, recorría mí ser con caricias endemoniadas. Yo, joven y falto de técnica, decidí sumergirme en sus pechos blandos, bebiendo de ellos el néctar ajeno, aquel que fue prohibido por Dios al decir «No desearás a la mujer de tu prójimo» Pero yo no andaba en falta, yo no la busqué ni busqué la situación, ella me sedujo con esos ojos ligeramente rasgados; ella inquietó ese ser inerme, precoz e indefenso que se hallaba abandonado en una esquina, siendo una mosca más, un invitado sin gracia. Yo no pecaba, Dios no contempló esa sanción para el varón, y donde no distingue Dios, no distingue el hombre.

La casa rodante, aquella cuyas granjas de colores pasteles hacía la distinción de otros, se había convertido en nuestra cueva adulterina, una madriguera que, al cabo de minutos alzados, se había convertido en una sinfonía de quejidos asmáticos, de cuerpos lúbricos encontrándose por primera vez bajo un cielo encapotado. Nuestros cuerpos se habían unido en uno sólo, poniendo a prueba la resistencia de la casa rodante. Yo era un volcán de frenesí, que ardía en deseo de quemar sus adentros con lava novel.          

 Esa noche —donde dos sujetos se habían embriagado en una atmosfera pecaminosa, donde el infortunio tocó mi hombro y me dijo que no sería chambelán de la quinceañera —algo mágico pasó. Esa noche fría me reveló que no sólo mi hermana había pasado de niña a mujer.  

Lima, 13 de agosto de 2014.

 

viernes, 25 de julio de 2014

CONFESIÓN #04. YO NO FUI








Cuando llegué al Perú, para someterme a una operación de rodilla, y luego para estudiar leyes, fui recibido por mi familia materna con bombos y platillos. Todos, sin excepción, celebraban a viva voz mi retorno al Perú luego de años de ausencia. Yo estaba emocionado, muy feliz de ver las expresiones de algarabía de tíos y primos por mi reciente llegada. Tenía 17 primaveras acuestas.

Para ilustrar un poco más esta pequeña aventura, he de iluminar al lector que mi familia, por ambos lados, es numerosa. De hecho tengo ‘primos hermanos’ que podrían ser mis padres, y tíos que podrían ser mis abuelos. A lo que primos se refiere, somos muchas generaciones, como bien dije, tengo primos que me doblan la edad y que, así ha quedado plasmado en fotos del ayer, jugaban con mi madre a los juegos que se jugasen en los 70’s. La generación X, es decir, aquellos primos que nacimos en los ochenta, somos unidos, o bueno, éramos unidos. Ahora, por razones de distancias y por orgullos lastimados, así como heridos por lenguas bífidas, de tantos que fuimos, hemos sido reducido a un puño de primos que se ven cada cierto tiempo para celebrar algún cumpleaños.  Eso si es que no hay mejor excusa para evitar vernos. Joder, entonces no éramos tan unidos. En fin…

Cuando toqué suelo limeño fui hospedado en la casa de un tío mío, uno de los hermanos mayores por parte de mi madre; él, junto con toda su familia, me abrieron las puertas de su casa sin mayores miramientos ni requisitos ni pagas mensuales que justificaran un empobrecimiento del bolsillo ajeno. Desde el primer instante que entré a la casa de mis tíos, me sentí en familia. Y en verdad lo digo, reinaba un ambiente cálido y natural. Mis tíos me colmaban de cariños y mis primos me presentaban a sus amistades. A veces, por las noches, y casi siempre los fines de semana, mis primos, aquellos que ya podían entrar a una disco sin mostrar identificación, me llevaban a dar un baile a los aposentos rítmicos de turno. Entre semana, jugaba con el menor de la familia. Ya que él, por razones de edad, no podía entrar a un antro, nos divertíamos jugando con la consola de Nintendo. Yo vivía un sueño, tenía todo lo que un chico pudiese desear. Extrañaba a mi familia, sí, pero también tenía ingredientes suficientes como para echarlos de menos.

Un sábado por la noche, otro primo nuestro, que vivía al otro lado de la ciudad, un púber en aquel entonces, llegó a la casa de mis tíos. Con el recién llegado, más mi otro primo aficionado a los videojuegos y yo, pasamos la noche en vela viendo películas, comiendo porquería y media y jugando Nintendo. Esa noche mis tíos no se hallaban en casa, por tanto el cuidado de los chicos estaba a mis hombros. Traté de cumplir al pie de la letra las órdenes impartidas por mi tío, a quien muy cariñosamente le llamamos ‘El Gringo’. Sí tío, yo me hago cargo. Vayan tranquilos, fue la promesa que vertí.

La noche fue pasando lentamente, y aunque también me gustaba manipular los mandos alámbricos de la consola de juego, comenzaba a sentir aburrimiento junto con algo de cansancio. Uno de mis primitos, dueño de casa por decirlo, sugirió ver la película ‘El proyecto de la bruja de Blair’. Yo, que ya había gozado de la película, advertí que no era apta para ellos, que quizá se espantarían y no podrían dormir. Pero lejos de hacerme caso, mi primo desenchufó el Nintendo y conectó el VHS, insertó la cinta de video y el film comenzó. Al cabo de veinte minutos mis primos se hallaban con miedo profundo, sus rostros alarmados y desencajados los delataban; se los advertí pero no me hicieron caso. Apagamos el reproductor y comenzamos a ver programas de televisión pero nada, nada podía sacar a mis, en ese entonces, púberos primos del miedo psicótico que se había plantado en sus mentes. Traté de consolarlos diciéndoles que era una película de ficción, algo que no pasó, pero ni mis ruegos los consolaba. Ya rendido y cansado, opté por irme a dormir. Y cuando digo ‘irme a dormir’ me refiero a meterme a la cama, pues en ese momento compartía alcoba con mi primito. Mi primito, el dueño de casa, se le ocurrió una gran idea, una que ayudaría ahuyentar las escenas de la película que no hace mucho acaban de ver. «Y si vemos una porno», dijo. «Mi hermano tiene una película en su cajón», continuó. Yo, como centinela de mis primos les dije que era mala idea, que no era necesario y que si su hermano mayor, que era mayor que yo y que tenía (tiene) el aspecto de luchador en retiro, se enteraba que habían esculcado sus pertenencias, se enojaría. «No se va a molestar porque no le diremos nada. Además está de viaje, regresa mañana». Intenté desalentaros pero fue inútil, pues el otro primito que había llegado de visita, que tenía el aspecto de no matar moscas con esos lentes de medida exagerada por ser casi ciego, se le quitó el miedo de la cara y, apoyándose en la hipótesis del primero, dijo que sí, que vieran la película. Y bueno, siendo dos contra uno, y entre esos dos uno es dueño de casa, no tuve más remedio que aceptar.

Me eché a dormir entre gemidos y berridos de placer que la televisión me obsequiaba gracias a la damisela que se haya copulando con algún galán gringo híper dotado y de abdomen desgrasado. Mis primitos estaban perplejos. Era como si estuvieran visitando ‘Waltdisney’ por primera vez. Sus ojos echaban chispas mientras que en sus rostros se dibujan placer de ver algo para adultos, algo prohibido que ni la mejor niñera de mundo hubiera permitido. ¡Pajeros pendejos! Al día siguiente, domingo, me levanté para acompañar a mi tío al cementerio. Mis tíos maternos solían reunirse en la casa de una de sus hermanas luego de visitar la tumba de los abuelos. Allí se aprovechaba para comer y conversar. Yo estaba ya con otros primos haciendo lo que hacen los primos reunidos, joder. Pero no estaban todos mis primos, entre los que faltaba estaba el primito libidinoso dueño de casa que ideó ver una porno para quitarse de la mente las imágenes del bosque donde corrían los tres pelotudos que eran perseguidos por una bruja. Terminé de almorzar cuando mi tía, la anfitriona de casa, me dijo que tenía una llamada, era mi primito, el ausente.

—Aló…

—Primo, estoy en un problemón — dijo mi primo. Su voz era suave, como no queriendo ser escuchado por nadie. Pero a la vez sonaba angustiada, casi al borde del llanto.

—¿Qué pasó primo? —pregunté.

—Mi hermano describió lo del video. Está furioso.

De inmediato capté lo grave del asunto. Claro, mi primo el mayor, cuyo cuerpo es capaz de amedrentar al más cabrón de los cabrones, estaba molesto porque la niñera de turno, o sea yo, permitió que unos mozalbetes puñeteros vieran una película porno. «La cagada», pensé.

—¿Cómo se enteró? —pregunté de nuevo.

—Es que me quedé dormido y me olvidé de sacar el video y devolverlo al cajón.

—¿Qué te dijo?

—A mi nada. Quiere hablar contigo porque…porque —mi primo comenzó titubear, a masticar cada palabra —porque le dije que fuiste tú quien sacó el video de su cajón y lo puso en el VHS.

—Pero por qué le dijiste que fui yo si yo ni hice nada.

—Es que tú eres recién llegado, primo. A ti no te van a regañar como a mí. Por favor, di que fue tú idea sino me van a castigar—. Fueron las súplicas de mi primito.

Le dije a mi primo que no se preocupara. Que yo me haría responsable. Y en cierta forma lo era, pues si bien mi primito no debió interrumpir en las pertenencias de su hermano mayor, yo no debí dejar que ellos reprodujeran una película para adultos. «A lo mucho me dirá que no debí dejarlos ver una película erótica», me consolé. De regreso a la casa fui recibido por mi pequeño primo. «Primo, recuerda, fue tu idea», fueron las primera palabras que me dijo al oído. Le guiñé el ojo en señal de aceptación y procedí a saludar a los que se hallaban en casa. Para mi sorpresa, mi primo mayor, no estaba. Mi tía sirvió la mesa y todos, a excepción de luchador, tomamos una rica merienda dotada de café, pan, mantequilla, queso y jamón. La charla fue amena y suave, mi tío ponía al día a mi tía de los eventos en el cementerio y de lo rico que había comida en casa de su hermana. Mi primo, que se hallaba sentado a mi derecha, ni pio decía. Sus ojos estaban clavados en la mesa, concentrado, enfocando mirando en mantel blanco con bordes florales que cubría la mesa redonda de la casa. Del luchador, ni sus luces.

Llegó el momento de ir a dormir, pues al día siguiente mi primito tenía clases. Mi primo abrió su ropero, donde se hallaba colgado el poster del gran Rivaldo con la camiseta de Brasil. Se ponía el pijama cuando en eso irrumpió en el cuarto el luchador. Mi primo, el mayor de todos, cuyos brazos eran el triple que los míos y que guardaban una fuerza hercúlea de la cual no quería poner a prueba, había llegado. Nos miró fuertemente a los dos, castigándonos ya con ese rostro duro y frío; sus cejas formaban un solo puente lleno de pelos negros de lo fuerte que tenía el ceño. Caminó hacia mí, y sin quitarme la mirada asesina, ordenó a su hermano menor que saliera del cuarto. Mi primito, ni tonto que fuera, salió raudamente de la alcoba. Me abandonó el muy cabroncillo.

—Tenemos que hablar— me dijo severamente.

—Si tene…

—Calla— me interrumpió—. Mejor dicho, tengo que hablar contigo. Así que tú escuchas, ok.

Asentí con la cabeza.

—Quién chucha te dijo que puedes rebuscar en mis cosas. Quien carajos te crees para agarrar sin mi consentimiento mis objetos privados, ¿ah? —Rugió el grandulón sujeto. Parecía un león rugiendo, juro.

Mi primo luchador en verdad estaba cabreado conmigo. Cuando mi primito me llamó con esa voz de espanto para decirme que me había echado la culpa pensé que exageraba en su temor. Pero no era así, su hermano mayor era un volcán a punto de estallar, y yo estaba por ser víctima de su lava ardiente. No dije nada. Como hombrecito que soy, callé. No dije la verdad, que su hermano menor fue el artífice de todo, que mi único error fue dejarlos ver una película para adultos pero que había una seria justificación para ello. Pero no, había empeñado mi palabra. Soporté con hidalguía todos los epítetos endosados por mi primo luchador. Prefería eso que verme entre sus brazos anchos y poderosos suplicando por mi vida. Mi primo luchador terminó su elocuente cátedra sobre lo que es la propiedad privada y de lo muy caro que se paga a aquel que ose con tocar sus objetos de mayor valor sin su autorización. Luego del bochornoso incidente, y claro, ya no sintiéndome cómodo, mudé de casa. Mudé esperanzado en encontrar tranquilidad y un lugar donde poder seguir estudiando; pasé a vivir con otra de mis tías políticas y sus dos hijos, que también son primos míos, pero la cosa fue peor. Luego de una sería de actos inesperados, resultó que mi tía política me tachó de pajero perpetra cortinas, pero eso, mis queridos, es otra historia.

El tiempo pasó, y como si nada hubiese ocurrido. Mantengo una muy buena amistad con mi primo luchador y con su hermano que, obvio, ya dejó de ser un mozalbete para convertirse es un gigantón que se gana el pan trabajando arduamente en la empresa de mi tío. No sé si en verdad se habrá corrido el rumor o no respecto a lo sucedido ese sábado de verano en que unos primitos míos muertos de miedo por ver una película de terror psicológico, decidieron aplacar sus temores con encendidas escenas carnales. O si mi primito, que ahora es un cabrón que me lleva dos cabezas, se armó de valor y le dijo a su hermano mayor la verdad: que él fue el ideólogo y estratega principal de perpetrar en las cosas privadas de su hermano y no yo. Ha decir verdad no importa, igual la fama que me han cargado propios y extraños, no mengua en nada el hecho sucedido hace ya, muchos ayeres. Sólo quería decirlo, punto: Yo no fui.

Lima, 25 de julio de 2014.

miércoles, 16 de julio de 2014

Ayer





AYER

«Hoy en un sueño te encontré, como un loco te besé y estrenamos nuestro amor…»

Hace años nuestros labios se conocieron y dejaste grabados en ellos tu nombre para toda mi vida. Te sigo soñando, sabiendo, aún, que mía ya no eres.

«Hoy lejos de la realidad conocí la eternidad en un abrazo tuyo…»

Allí, donde tú eres mi reina y yo tu rey, donde el tiempo no existe y el candor de tu cuerpo es mi reino, nos entrelazamos, nos fundimos bajo el fuego vivo que nuestros cuerpos ávidos  y sedientos reclaman. Nos unimos en un mismo ser.  

«Cómo me duele saber que esto es algo que sólo soñé; nos desgarramos de placer…»

El despertar de un nuevo día me avisa que todo fue producto de mi imaginación, que mi corazón pensó en ti, que mis latidos rugieron por alguien que ya no está a mi lado. Que besé con fuerza volcánica tus labios, que mis manos recorrieron un cuerpo ausente pero que obsequia vida a mi existir. La luz del amanecer me trae de vuelta a la realidad. Una realidad que no quiero vivir. Trato de aferrarme a tu imagen, a tu olor, pero el tiempo cruel hace su trabajo. Me destroza.

«Como una promesa quedó, nos juramos lealtad sin testigos; comprometimos el alma…»

La carpa de colores fue nuestro fiel guardián; cómplice de un amor juvenil, casi prohibido a los ojos ajenos. 

«Hoy me doy cuenta que te amé, que mi vida la dejé en un sueño que soñé ayer»

Ayer, al igual que hoy, me doy cuenta en que en verdad amé, que todo puse a tus pies, que volvería pasar este infierno de no tenerte por poder rosar tus labios una y otra vez. Pero todo duele, tu ausencia, tu distancia, tus labios y tu cuerpo cuando me entero que todo fue un sueño, un cruel sueño que me encanta soñar porque sé que ahí, donde el tiempo no manda, mía eres, por toda la eternidad.

 

 Lima, 16 de julio de 2014.

 

martes, 8 de julio de 2014

Y POR SUPUESTO, TODOS FELICES





Una de las cosas más bellas para el ser morboso y fútil es ver como los ‘grandes’ caen derrotados, y son humillados, mejor. Cuando vi el 3-0 a favor de los alemanes supe de inmediato que la ‘red social’ estaría llena de comentarios sobre, lo que es quizá, el peor juego de Brasil. Y no me equivoqué.

Hay, y doy mi vida en ello, quienes harán una fogata esta noche para celebrar,  NO LA VICTORIA ALEMANA, sino la triste derrota de Brasil ¿Es lo mismo? No, no lo es. Lo peor de todo es que esas chungas, gritos y alaridos llenos de una excitación retorcida vendrán de gente latinoamericana; gente que, cobijándose sobre los tristes y pútridos valores de la ‘PASIÓN POR EL BALONPIE’, gozarán con el llanto y la congoja que todo un pueblo, Brasil.

Hoy Brasil ofreció uno de sus peores partidos, y lo peor de todo, para ellos, claro está, es que recibieron una paliza bávara (NO BÁRBARA, OJO) en tiempos donde la tecnología impedirá que lo acontecido hoy sea olvidado por todo el mundo. Otras veces Brasil había sido goleado, pero de ello sólo queda el amarillo y borroso recuerdo que unos periódicos (si es lo que lo hay) pueden ilustrar. Hoy no, hoy hay internet; hay youtube, está el Facebook, y los Smartphone, herramientas, todas ellas, que serán utilizadas para recordar una y otra vez, como si se tratara de un juego maquiavélico,  que Brasil fue esclavizado por el exquisito juego alemán. Algunos dicen que por la ausencia de ‘Neymar’ Brasil no jugó bien; es cierto que un jugador influye en el equipo (SINO MIREN LO QUE HACE MESSI EN LA ARGENTINA), pero el lesionado Neymar no iba a parar el poderío teutón así estuviera al ciento por ciento.

No siendo especialista en la materia, pero si un fiel seguidor del buen fútbol, aunque malo practicándolo (MALÍSIMO, diría yo), me atrevo a decir que lo que pasó con Brasil obedece a dos cosas:

1).- La terca posición del DT carioca de no convocar a jugadores de alto nivel y riqueza futbolística; me refiero por supuesto, a las grandes ausencias como ‘Kaka’, ‘Ronaldinho’ y ‘Robinho’; quienes además de ser tremendos jugadores, tiene la experiencia de haberse curtido la piel en mundiales pasados. La inexperiencia le pasó factura hoy a Brasil. Pero claro, siendo que una de las atracciones principales de Brasil es Neymar y sus exóticos cambios e ‘looks’, no podía convocar a otros tantos grandes que le quitarían flashes y portadas al gran Neymar. Obvio, todo un producto del vendito Marketing.

Y,

2.- El no pasar una eliminatoria. Así es. Brasil por ser anfitrión no participó en las eliminatorias, es decir, no se chocó con Argentina, Uruguay, Chile, Venezuela, Paraguay, Colombia, Ecuador, Bolivia, y, bueno, Perú. Y eso, también le pasó factura. Está comprobado que una de las eliminatorias más exigentes y fuertes es la sudamericana. Por tanto, mientras Perú se enfrentaba a la Argentina, Brasil se medía con algún equipo de no mucha trayectoria en un encuentro ‘amistoso’. Hoy, esa falta de pericia, de encuentro arduo y duro, pasó factura.

Hoy apoyé a Brasil, cada gol dolió como un látigo, pero no sería justo decir que Alemania ganó de suerte o porque Neymar no estaba en la cancha. Sería mezquino dar tal afirmación. Los que gozan de la humillación del hoy caído, ojo, que mañana hay otro encuentro, y quizá, y muy a mi pesar, la historia se repita.

 

Lima, 08 de julio de 2014.

     

miércoles, 18 de junio de 2014

Poemario # 01





Qué ganas de pegarte con el látigo de mi indiferencia, y decirte cuánto te odio, por la ausencia de agallas por no decirte cuánto te amo.

Qué ganas de no haberte conocido para seguir soñándote.

Qué ganas de no verte para desearte más.

Qué ganas de no tener para anhelarte.

Qué ganas de no haberte encontrado para seguir buscándote.

Qué ganas de no haberte soñado para seguir construyéndote y darle rienda suelta a ese sentimiento, el cual deseamos y odiamos a la vez; deseamos por querer, y odiamos por cobardes.

Qué ganas de que te largues para retenerte, y hacerte el amor.

 

 

Lima, 26 de marzo de 2005.

 

Pensar en ti seria como un minuto en el infierno, preguntándome qué hiciste, qué haces, qué harás; si me extrañas, si me piensas, si me quieres, si amas, o peor aún, si estás con otra persona. Pensar en ti sería joderme la mente con preguntas sin respuestas; pensar en ti sería quemarme con las llamas del Hades de mis propios celos.

Pero pensar en ti sería como un minuto el cielo; saber que existes, que estás allí, aunque sea en mi mente, y que en ella nos amamos, nos queremos, nos deseamos. Pensar en ti es volar sin alas, caer y volver a levantarse. Pues pensar en ti quizá se lo mejor que tengo, aunque ya no te tenga.

 

Lima, 30 de marzo de 2005.

 

El amor…aquel sentimiento que nos hace reír, hozar, llorar, crecer, aprender, a tener y perder, pero el amor no hace ver lo débil, cobardes e independientes que llegamos a ser; pues nos aferramos tanto a una persona que al término de una relación solos nos queda el recuerdo, el cruel recuerdo de las cosas tan bellas que pasaron juntas.

El amor…tan cruel y frío como el invierno,

El amor…tan hermoso y cálido como la primavera,

El amor…malgama de sentimientos puros como impuros.

Si no hubiese conocido el amor en ti…no te extrañaría, no me cayeran las lágrimas al pensar en ti, no te anhelaría y desearía que vengas, que me busques, que me encuentres, y que me digas Te amo y que siempre será así.

Pero te conocí…y doy gracias por todo lo bello y lo bueno que fue nuestro amor; gracias por todo, y a ti también…

22 de mayo de 2005.



Perderte, es como perder la ilusión, la alegría, la vida…

Perderte, es como dormir sin soñar, como llorar sin lágrimas. Sería como un futuro incierto, y así de cierto, como que perderte sería perderme yo mismo.

Perderte sería como jurar sin lealtad, como prometer sin cumplir.

Como amar sin amor.

Sin fecha.

 

A veces no te amo, sólo te odio y no sabes el deseo de no haberte conocido nunca, pues era muy feliz sin ti, sin tus besos negados y sin tu exclamación fingida y barata de un supuesto paso por el paraíso.

Era tan feliz sin tu cuerpo, cuerpo que me es irresistible. Nadie como tú para hacerme café. Pero cuando entras a ese mundo lleno de misterios y engaños, me hartas, como cuando haces -según tú- cosas que no afectan, pero pura mierda, solo al ojo duele y tú como si nada, como si lo que hicieras o dijeras fuera perfecto y más aún con tu puta frase de mierda ‘Ya párala, ¿no?’

Te odio y en esos momentos solo quisiera bofetearte, pero ni eso me mereces. Dices que soy egoísta, pura mierda, pues date cuenta de las cosas, ya no me das un beso, te lo robo. Ya no te abrazo, te estorbo. Ya no te acaricio, te toco. Ya no te deseo, es lujuria. Ya no te hago el amor, solo sexo…

¿Amor?, ¿lo hay? O sólo es el temor de estar con alguien por no estar solos, o la simple, burda y patética idea costumbre de ambos…

Cuando te pones así, te aborrezco, y más cuando muestras esa estúpida pose de indiferencia, de ‘realeza’, como su uno te debiera reverencia, hasta por ese beso que se te cae y lo recojo, como ese fingir por un supuesto shock de ese orgasmo; orgasmo tan fingido como el amor que sientes por mí.

No sólo se siente con la piel, también con el corazón, y él no engaña, como lo haces tú, por sólo cumplir.

A veces no te amo, sólo te odio, pero más me odio yo, por odiarte por amor.

A veces no te amo, solo te amo

30 de junio de 2005.